lunes, 4 de enero de 2010

EL GUAYABO ELORZANO DE JORGE GUERRERO (María del Rosario Jiménez)


Imagen en el archivo de Santos Quiroga


NO ME ABANDONES, RECUERDO: EL GUAYABO ELORZANO DE JORGE GUERRERO COMO SUBGÉNERO EXPRESIVO DEL IMAGINARIO DE LA NOSTALGIA EN LA POESÍA MUSICAL LLANERA * Autora: María del Rosario Jiménez

Para Cruz Tenepe y Milady Padrón, con mi agradecido reconocimiento por divulgar valores “de la misma estirpe”.

Melancolía vagabunda / no te vayas de mi nido / no se te ocurra dejarme, / mira que cuento contigo. / Primero debes decirme / cómo vivir sin tu abrigo / o enséñame, por lo menos, / maluca, cómo respiro. / Es que yo te necesito / cuando canto, cuando escribo, / cuando lloro, cuando río / y te cargo en mis suspiros. / Y si es delito quererte, / nómbrame, por Dios te pido, / alguien entre cielo y tierra / que nunca haya delinquido (Cursivas nuestras).

Estas dos estrofas con las que Jorge Guerrero (2000b, pista 3) inicia la segunda parte vocal de su composición en golpe titulada “Sentimientos”, hubieran bastado para que Julia Kristeva (1997), de haberla escuchado, considerara la obra de nuestro compositor objeto de estudio junto a la de los autores europeos elegidos para aplicar a la creación literaria su perspectiva semiótico-freudiana sobre el duelo y la melancolía. Jorge Guerrero (Elorza, 1965), poeta musical venezolano arraigado en nuestra tradición, tanto como Nerval, Dostoyesvski y Duras, podría ameritar esta evaluación diagnóstica: “Si toda escritura es amorosa, toda imaginación es, abierta o secretamente melancólica”. Es más: en la órbita trazada en torno al Sol negro. Depresión
y melancolía, la psicoanalista insiste en las “melodías, ritmos, polivalencias semánticas y la forma llamada poética –que descompone y rehace los signos-” (ibid., p.18) como rasgos prosódicos del discurso del artista melancólico, persona privilegiada porque es capaz de dominar el imaginario significante de la sublimación estética para sustituir idealmente el objeto perdido, “sin trastocar el duelo en manía” (ibid, pp. 85 y sig.). Para Kristeva, la modulación tonal de la palabra depresiva es una canción que el psicoanalista y, en nuestro caso, el crítico literario, debe “saber escuchar para descifrar ahí el sentido del afecto”: “El tono hace la canción” ( ibíd, p. 50). Y, estén compuestas en ritmo de pasaje o de cualquier variedad del joropo (golpe corrido y golpe de seis, según Calderón Sáenz, 1999), en las canciones de Jorge Guerrero predomina el tono de guayabo; es esta la razón por la cual nos atrevemos a indagar en ese tono como posible determinante de un subgénero de la poesía musical llanera contemporánea.

Desde el Guayabo Llanero hacia el Guayabo Elorzano
Dentro del amplio repertorio que la poesía musical llanera recrea, graba, mediatiza y difunde en vivo, son recurrentes las composiciones dedicadas al guayabo, es decir, a nuestra versión léxica, afectiva, conductual y cultural de lo que Freud (1981, p. 2091) llamó duelo o aflicción: “El duelo es, por lo general, la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc”. Yorman Tovar (entrevista personal, octubre 12 de 2003), poeta oral Licenciado en Letras, Magíster en Literatura Venezolana, Profesor de Literatura y uno de los mejores conocedores de la trayectoria de la poesía llanera contemporánea, memoriza los antecedentes, a partir de los años setenta del siglo XX, de la expresión poética en ritmo de pasaje de esta reacción “sentimental”: “Fue con Francisco Montoya, luego vino el gran Jesús Moreno, pues, el Sentimental del Pasaje, el Rey del Pasaje, y entonces vino un barinés, Jesús Daniel Quintero, mejor conocido como El Tigre de Matanegra. (...) Yo pienso que ese hombre marcó una pauta muy importante en la música llanera, El Tigre de Matanegra”. Por su parte, el también Licenciado en Letras Cristóbal Jiménez (2002), nuestro “Coplero de Oro de Venezuela” por su recia y rancia trayectoria como compositor, intérprete y divulgador de nuestra poesía tradicional, nos informa con más especificidad sobre los compositores en tono de guayabo cuya herencia recrea el poeta musical elorzano:

Guerrero recoge en sus canciones (...) la profundidad de Emilio Toledo, el canto a la mujer amada y al paisaje de Genaro Prieto, la autenticidad de Ramón Castillo, el lamento de Pedro Telmo Ojeda, la hondura romántica de José Ángel Rivas, hermanada a la poesía de Julio César Sánchez Olivo y José Natalio Estrada.... De esta manera continúa el rumbo que transitaron José Romero Bello, Juan de los Santos Contreras, “El Carrao de Palmarito”, Eneas Perdomo, Francisco Montoya y Jesús Moreno.

Como confirmación de la fiabilidad de estas aseveraciones, escuchemos a Guerrero autoficcionalizandose en “Con rumbo al llano” (1999b, pista 6): “Ya me veo por sus caminos / sobre un caballo montado, / silbando esos pasajitos / de Moreno y de Reynaldo, / de Montoya, de Perdomo / y del Carrao legendario”.
Ahora bien: desde la recepción auditivo-afectivo-teórica de los desarrollos líricos del tono doliente que nos ocupa , poemas musicales todos que nos sumergen en la opacidad verbal del imaginario plástico-afectivo mustio (a veces autolacerante y abismal) psico-semiotizado por Kristeva, pensamos siempre que el tono de guayabo textualizaba en nuestro país la reacción poético-musical ante una pérdida, en consonancia con las definiciones de guayabo dadas por lexicógrafos científicos o glosógrafos espontáneos: “tristeza o nostalgia, por motivos sentimentales como la pérdida de un ser querido o la interrupción de una relación sentimental” (Núñez y Pérez, 2002, p. 265); “despecho, resentimiento amoroso” (Pérez Cruzzatti, 1998, p. 192) y, sobre todo, pensamos que textualizaba una poesía en cuadratura emocional con la definición tan íntima y poética que nos ofrece la página web de Jorge Guerrero en su sección “Vocablos”: “Forma familiar para despecho, desconsuelo de amor”. Pero no habíamos considerado la posibilidad de intentar catalogar el tono de guayabo como una subclase textual o subgénero literario dependiente de las clases o categorías de los géneros históricos, hasta que fuimos comprobando las constantes semántico-estructurales presentes en la poesía de nuestro reciente compositor, emblemáticamente identificado con la expresión poético musical del guayabo, precisamente por recrear y prolongar en la memoria colectiva la tradición que precede a su “Guayabo de mes y pico” (2000a, pista 7).
Simultáneamente, y con la suspicacia característica de la terca intuición investigativa, observamos, perseguimos y encontramos productos, respuestas y afirmaciones que reforzaron la posibilidad de algún acierto en nuestra presunción del tono de guayabo como subgénero de la poesía musical llanera, modelizado, específicamente, por el guayabo elorzano de Jorge Guerrero. Uno de los resultados positivos de nuestras indagaciones refuerza la propuesta de la denominación guayabo elorzano a similitud y como herencia de pasaje montoyero, ya que esta última parece una designación cuasi subgenérica con la que los recreadores de nuestra poesía musical llanera identifican tanto las composiciones de Francisco Montoya dedicadas al guayabo, como aquellas que se elaboran siguiendo su esquema semántico-estructural para complacer la demanda que del presunto subgénero o subclase textual hace el público receptor (Tovar y Jiménez, conversación telefónica, enero 2 de 2005). Si a esta tradición designativa del subgénero se añade como resultado decisivo que el propio compositor nacido en Elorza autodefine sus canciones como pasajes guayaberos o pasajes llorones (catalogación que el público receptor apureño suele hacer espontáneamente), se justifica no sólo nuestra propuesta denominativa, sino el intento de caracterizar la presunta subclase textual guayabo elorzano como tono de guayabo.
Otro de nuestros resultados consistió en comprobar que en el mercado discográfico venezolano figuran compilaciones individuales o colectivas cuyos títulos son equivalentes a Solo Guayabos, Guayabos llaneros, Entre amores y guayabos, por ejemplo. Algunas de las canciones que las integran son compuestas y / o interpretadas, precisamente, por dos de los maestros inspiradores de la poesía de Jorge Guerrero: Francisco Montoya y Jesús Moreno. Dichos títulos o subtítulos representan un criterio de selección antológica que reconoce e identifica bajo un término catalogador una de las variantes de nuestra poesía musical llanera, así como bajo otros términos igualmente catalogadores reconoce e identifica otras: de esta manera el mercado discográfico propone desde las carátulas toda una taxonomía cuya nomenclatura corresponde a la que en el espacio natural de transmisión y recreación de esta poesía se ha usado tradicionalmente para designar, distinguir y clasificar, según sus particulares marcas semántico-estructurales, rítmicas y performativas, las correspondientes subclases textuales: Solo guayabos, Guayabos llaneros, Puros Gabanes, Contrapunteo en todas sus formas, Joropos, pasajes y contrapunteos, por ejemplo.
Por su parte Teo Galíndez (entrevista personal, julio 10 de 2003), intérprete de la recopilación Entre amores y guayabos, ya mencionada, utiliza, afirmativamente y sin titubeos el término guayabo para designar la tipología textual de uno de sus poemas musicales en preparación:

GALÍNDEZ: “Tú te olvidaste de mí / no te puedes engañar; / tienes una lucha interna / que no puedes ocultar. / Así es la vida, / unos pierden y otros ganan; / a mí me tocó perder / y así lo voy a aceptar”. (...) Pero es un guayabo. Ya se nota que es un guayabo.
JIMÉNEZ: ¿El guayabo es un género?
GALÍNDEZ: Sí (Cursivas nuestras).

Importancia contundente para nuestra indagación tiene la reflexión de la respuesta que nos dio Yorman Tovar (entrevista personal, octubre 12 de 2003) cuando lo interrogamos explícitamente sobre la posibilidad del guayabo como género, ya que evocó espontáneamente a Jorge Guerrero sin que la asociación con el compositor le fuera inducida en la pregunta:

JIMÉNEZ: ¿El guayabo ya se considera un género?
TOVAR: El guayabo no, no propiamente un género. Sino que es una... sigue siendo un sentimiento, pues. Pero hay una persona que yo creo que lo va a convertir en un género, que es Jorge Guerrero. (...) El heredero de ese sentimiento, unido al de Jesús Moreno, es Jorge Guerrero. Y Jorge Guerrero, hoy por hoy, creo que va a convertir el guayabo en un género.

Este reconocimiento de la capacidad de Guerrero para “convertir” un sentimiento en un tipo textual de la poesía musical llanera nos resulta valiosísimo porque corrobora y fundamenta nuestra percepción inicial sobre la consistencia y competencia que en el presunto subgénero ha adquirido Guerrero, consistencia y competencia que comienza a ser referida, intertextualizada y parodiada no sólo en las interpretaciones de jóvenes contemporáneos como José Gregorio Oquendo, sino en los versos de su renombrado antecesor, Francisco Montoya. Por ejemplo, en “Serenata compartida” (2000, pista 3), contrapunteo por el amor de una muchacha, Oquendo le recuerda a Guerrero: “Aquí todo el mundo sabe / de Santa Elena al Arauca / que estuviste mes y pico / sumergido en una rasca”; en “Guayabo de por vida” Montoya (s / f: pista 11) ostenta la duración crónica de su guayabo ante Guerrero y otro compositor: “Tú me dices que el guayabo, / Andrés García, / en dieciocho días fracasa; / usted y que en mes y pico, / Jorge Guerrero, / pero el mío nunca me pasa”.
Estas referencias adquieren solidez al ser confirmadas por la conciencia profesional del propio Guerrero, quien se autoficcionaliza dentro de la lúdica dialógica intertextual de nuestra oralidad poética como una voz de alta competencia que sabe desenvolverse en el tono de guayabo, es decir, como una voz poética que, al dominar las convenciones temáticas, formales y musicales requeridas por la tradición, es capaz de seleccionar entre ellas las que mejor convengan a su expresión individual para modelizar el subgénero: “Señores, con su permiso / vuelve a gritar El Guerrero / de la copla relancina / y el pasaje guayabero” (“El nuevo grito Guerrero”, 2000a, pista 1, cursivas nuestras); “Traigo una espina en el alma, / no es cubarro ni espinito, / sino el chuzo de un guayabo, / claro que más pequeñito / y no como el de hace tiempo / que me duró mes y pico” (“Un guayabo pequeñito”, 2000b, pista 12); “Yo en mi mundo enamorado / mucho camino he cruzado / y es mucho lo recorrío: / y no salgo de un guayabo / pa´ está en el otro metío” (“Miche, que se le va la pea”, 2007, pista 4). Altamente representativa de esta conciencia es la composición “Y que olvidándola” (2000a, pista 2), donde Guerrero expone, como artista melancólico, la terapia estética que le permite sobrevivir de guayabo en guayabo:

Aturdido por el golpe, / en estas noches / tiré este humilde plumazo, / reconstruyendo momentos / de pasión en tu regazo / y evadiendo sentimientos / de los que no van al caso. / Y esperando que la vida / me mande un mejor cariño / más comprensivo y sensato, / que me quiera honestamente / sin condición ni rechazo, / sobre todo que me acepte / con mi parranda y mi canto (cursivas nuestras).


Los Baquianos Teórico-metodológicos
Las ocurrencias creativo-textuales y teórico-metatextuales sobre la temática del guayabo en la poesía musical llanera desbordan la somera muestra que hemos expuesto; sin embargo, consideramos dicha muestra como suficiente para el intento de demostrar si el tono de guayabo y, específicamente el guayabo elorzano de Jorge Guerrero, podrían constituir (o están por constituir) un “modelo estructural” para servir como criterio de clasificación de textos, “atendiendo a las semejanzas de construcción, temática y modalidad” de un tipo de discurso (Estébanez Calderón,1999, p. 466). Con este fin hemos acudido a las siguientes herramientas teórico-metodológicas:
En principio proponemos el guayabo como una subclase textual híbrida entre los subgéneros dependientes de la estructuración formal determinada por las clases históricamente amplias de los géneros poético líricos y épico narrativos: específicamente, entre la canción como subclase de las formas populares poético-líricas y el romance como subclase del género épico narrativo en verso (Calsamiglia Blancafort y Tusón Valls, 1999, pp. 255-256). Subclase híbrida esta que, según la minuciosa clasificación genológica de Huerta Calvo (1994, pp. 145-146) constituiría un subgénero de la “llamada poesía popular”, el cual, dado su modo de transmisión oral, formaría parte del “acervo de la lírica tradicional” venezolana.
Otro respaldo pertinente al alcance de nuestro objetivo es la descripción poético-musical que la musicólogo colombiana Claudia Calderón Sáenz (1999, pp. 231-232) hace del pasaje como género, ejemplificado precisamente con el divulgadísimo “Guayabo negro” del Indio Figueredo y de Germán Fleitas Beroes:

El pasaje llanero, género principalmente vocal y de carácter lírico, tiene una estructura más próxima a la canción o al lied europeo, (...) caracterizándose por períodos simétricos que se repiten, en una alternancia de partes instrumentales con partes vocales, aunque también existe el pasaje sólo instrumental, derivado generalmente de la versión cantada.
Los pasajes son canciones de autor casi siempre conocido, con letras diferentes, pero desde el punto estructural y armónico, presentan una gran similitud, por lo que se puede hablar de un modelo preestablecido con proporciones fijas, sobre la cual las variantes melódicas son la única vestidura que cambia.
(...)
El interés del pasaje estriba en la originalidad de su melodía y la belleza del canto, de carácter reposado y poético, sin contrastes bruscos.
(...)
Las letras de las canciones no son de carácter heroico ni guerrero, sino más bien íntimo, nostálgico, de evocación y amor al llano o de texto romántico amoroso.
(...)
El pasaje presenta la misma base o estructura rítmica que el tipo golpe corrido o por corrío, aunque en un tempo mucho más moderado.
La importancia de esta descripción definitoria no estriba solamente en la calificación genológica que la autora hace del pasaje con respecto a sus parientes rítmicos, el golpe y el joropo, sino en su constitución modélica en una “forma fija”, debido al “devenir de los tiempos modernos, la era discográfica y el proceso de homogeneización y estandarización de esta forma musical” (idem). Es decir, Calderón Sáenz reconoce en el género pasaje una evolución histórica similar a la de la tripartición clásica de los géneros literarios.
Y es precisamente en “el devenir de los tiempos modernos”, a través de los productos mediatizados por el mercado discográfico, que nos llegan los “pasajitos lloraos” de Jorge Guerrero, denominación con la que, como hemos dicho más arriba, el cantautor autodefine en sus propias composiciones la tipología textual que más conviene a su producción. El mismo Guerrero en entrevista personal (marzo 31 de 2004) identifica su canción más famosa con el pasaje, dada su lentitud rítmica con respecto al golpe y al joropo, coincidiendo tanto con su colega contemporáneo Teo Galíndez , como con Calderón Sáenz (1999, p. 232), quien diferencia el pasaje del golpe corrido y del golpe de seis por su “tempo mucho más moderado”. Estos rasgos del pasaje se articularon en un tercer paso con la definición de canción, concebida por Gaulin (1995, p. 9) como configuración textual que concilia dos textos, “uno literario, el otro musical”: “texte chansonnier entendido como una poesía lírica, es decir, una poesía cantada, medida, resultado de una búsqueda de puntuación entre las palabras y su figuración por reagrupamientos sonoros, por sintagmas musicales” (Traducción nuestra).
Finalmente, el cuarto planteamiento teórico metodológico es aquel que, por ineludible, referimos al comienzo de este trabajo: el desarrollado por Kristeva (1997) en cuanto a la creación literaria, en especial la poética, como transposición simbólica sustitutiva del objeto perdido. Las “polivalencias semánticas” significantes de esta transposición se modulan afectivamente en las melodías y ritmos del tono de canción, correspondientes a los reagrupamientos sonoros y sintagmas musicales determinados por Gaulin.

El Guayabo Poético como Expresión del Artista Melancólico
En su desarrollo del breve estudio canónico de Freud sobre el duelo y la melancolía, Kristeva observa detalladamente la modificación de las relaciones significantes del afectado, en particular las que tienen que ver con el lenguaje. Tanto “la tristeza pasajera o el duelo” como “el estupor melancólico”, independientemente de sus diferencias clínicas y nosológicas, coinciden en la “intolerancia a la pérdida del objeto y el desfallecimiento del significante para asegurar una salida compensatoria a los estados de retraimiento en los cuales el sujeto se refugia en la inacción, hasta hacerse el muerto o hasta la muerte misma” (pp. 14-15). Por lo tanto, el lenguaje es, para la psicoanalista, “una traducción, pero en un registro heterogéneo de aquel donde se opera la pérdida afectiva. (...) La demasía de afecto no tiene pues otro medio para manifestarse sino producir nuevos lenguajes, encadenamientos extraños, idiolectos, poéticas” (pp. 40-41), porque la denegación de la pérdida consiste, precisamente, en aceptarla para recuperarla en el lenguaje. Es decir, recuperar el objeto en el placer compensatorio que produce la elaboración del duelo en el “registro imaginario o simbólico” ordenado rítmica, tonal y sintácticamente como discurso dialógico para poder ser comunicado (p. 39).
Siendo la pérdida del objeto un sin sentido arcaico de la psiquis y siendo la belleza el artificio imaginario que carga de sentido el “otro mundo del depresivo” (pp.85-87),

la creación literaria es esta aventura del cuerpo y de los signos que da testimonio del afecto: de la tristeza como señal de la separación y como esbozo de la dimensión del símbolo; de la alegría como señal del triunfo que me instala en el universo del artificio y del símbolo que intento hacer corresponder lo mejor posible con mis experiencias de la realidad (p. 25).

Debe tomarse en cuenta que “la capacidad imaginaria del hombre occidental (...) es la capacidad de transferir sentido al propio lugar donde se perdió en la muerte y / o en el sin sentido” (p. 88). De esta manera, el artista melancólico elabora desde su interioridad, pero en correspondencia simbólica con la exterioridad perdida, un objeto bello, artificial y tangible que coloca en el lugar de la muerte de sí para “no morir la muerte del otro” (pp. 26 y 86-88). Es importante destacar que Kristeva, a lo largo de su estudio, insistirá en uno de los procedimientos puestos en práctica por el artista para eludir la complacencia en la melancolía: “la polivalencia de signos y símbolos, que desestabiliza la nominación y, al acumular alrededor de un signo una pluralidad de connotaciones, le ofrece una oportunidad al sujeto de imaginar el sin sentido, o el verdadero sentido, de la Cosa” (p. 85)

Según estas conceptualizaciones, el tono de guayabo, como intolerante reacción productiva ante la pérdida del objeto y ante la incapacidad significante inherente a dicha pérdida, puede considerarse un registro literario que vehicula el imaginario-simbólico de la nostalgia de la poesía musical llanera de raíz tradicional. Transmitidas oralmente, sus fórmulas psicosemánticas y estructurales han persistido en la memoria colectiva hasta el punto de configurar una subclase textual que, heredada y recreada por Jorge Guerrero, adquiere su propia marca de estilo para “convertirse” en el modélico guayabo elorzano contemporáneo.
Características Estructurales

Aunque la mayoría de los compositores tradicionales llaneros coinciden en expresar el imaginario de la nostalgia con ritmo de pasaje, el guayabo elorzano puede utilizar ritmos “más apuraos” como los llama Guerrero, para versacionar (sic) las cascadas de imágenes que proyecta desde su memoria afectiva. Citaremos dos ejemplos donde el cantautor, siguiendo una convención de las culturas textualizadas, menciona el nombre del subgénero musical que apoya el poema nostálgico: así, en la primera estrofa de la composición que nos sirve de epígrafe, “Sentimientos” (2000a, pista 3), la voz poética necesita el zumba que zumba como ritmo potenciador de evocaciones y efectos contradictorios, porque se trata más bien de una melodía tan rápida, alegre y festiva, que incita al baile durante las performances: “Me gusta el zumba que zumba, / joropo reconocido. / Cuando el retozo del arpa / lo desgrana entristecido, / mi alma se vuelve un rebalse / por donde pasan seguidos / cardúmenes de recuerdos / que no consiguen olvido”. Observemos la asociación semántica: quizá sea precisamente la violencia fluvial del ritmo la que abre las compuertas de los “cardúmenes de recuerdos”. Estos versos tienen su similar semántico en otros pertenecientes a “Elorza, llano y parranda” (2001, pista 9), San Rafael rítmico que, en concordancia con la definición de canción dada por Gaulin se “amolda” a la nostalgia del poeta: “La copla de un San Rafael / se amoldó a la frase fina / que brotó de mi nostalgia / cuando salí del letargo / para reanudar mi marcha”. En ritmo también “más apurao” como el de golpe corrío, Guerrero compone “De nuevo en el arpa” (2002, pista 1), última (para la fecha en que escribimos) autoficcionalización retrospectiva de su trayectoria artística, donde establece la correspondencia simbólica entre la exterioridad perdida y el compasivo objeto estético que su imaginario nostálgico elabora para sustituir el vacío: “por eso voy por la vida / entre amores y añoranzas / coleccionando los golpes / que me han dado las ingratas / que son la materia prima / de temas que dan es lástima” (cursivas nuestras).
Si bien el pasaje, como versión criolla de la canción lírico-amorosa de origen trovadoresco, puede estructurarse en estrofas de rimas distintas (generalmente pocas porque, si la variación es mucha, dispersa la cohesión fónica y armónica de la canción), en la mayoría de los pasajes más y menos “apuraos” de Jorge Guerrero persiste la misma rima en todas sus estrofas, a semejanza de la monorrimia (sic) del tradicional romance español y de sus versiones o variantes latinoamericanas, llamadas corríos . Además, resulta muy interesante vincular esta persistencia con las composiciones en coblas unissonans (coplas o estrofas con la misma rima) de los trovadores provenzales, primeros “cantautores” de nombre conocido en Occidente, quienes utilizaban con frecuencia dicho estrofismo monorimo precisamente por su dificultad, ya que “exige disponer de buenas posibilidades de rimas y evitar el vicio llamado mot tornat, es decir, repetir la misma palabra al final del verso (Riquer, 1975, I, pp. 39 y 41).
Esta competencia poética de Guerrero es una marca estilística de su guayabo elorzano, porque en el conjunto de sus composiciones sólo “repite” intencionalmente algunos versos o estrofas por virtuosismo armónico o por seguir las convenciones que la tradición impone a nuestra poesía musical. Cuando se da esta última ocurrencia en los pasajes rítmicos propiamente dichos, Guerrero sigue un esquema simétrico, como en “A Palmarito” (2000a, pista 5), “Lo siento mujer” (2001, pista 6) y “Lo más bonito” (2001, pista 10), canciones donde sólo se repite la estrofa inicial de cada parte o, como en “Contando el tiempo” (2001, pista 3), donde se repite cada una de ellas. En las letras acompañadas por las variantes del joropo sólo se repiten los versos que encadenan una agrupación estrófica con la siguiente, tal como lo exige la tradición. Es más, las composiciones de Guerrero carecen del recurso estilístico del estribillo, altamente estimado por la poesía trovadoresca, y como intérprete ni siquiera lo instrumenta para estimular la participación interactiva del público en las performances. Las estrofas que se corean al final de cada uno de los dos períodos de “Me voy de feria” (2001, pista 12), no pueden considerarse un estribillo, pues sus letras presentan variaciones semánticas. Se trata más bien de un elemento rítmico-melódico “pegajoso”, concebido intencionalmente para cohesionar el poema musical. Otra repetición de particular refinamiento estilístico ocurre en “Con rumbo al llano”, estructurada en cuatro estrofas de seis versos por período, donde se maneja el recurso del paralelismo, que consiste en la recurrencia simétrica de palabras, estructuras sintácticas y rítmicas, “una de las más antiguas estrategias descubiertas y desarrolladas por los cantores-poetas en los lejanos tiempos cuando la poesía guardaba íntimos contactos con la música, la danza y la magia” (Asencio en Estébanez Calderón, 1999, p. 801). En “Con rumbo al llano”, la estructura sintáctico-semántica repartida entre los dos versos “mañana en la mañanita / le pongo la vista al llano” abre y cierra la canción, pero con el primer verso de dicha estructura comienza la primera estrofa del segundo período. Gracias a este manejo del paralelismo, Guerrero le otorga al poema una coherencia y cohesión semántico-rítmica que lo destaca como una de sus mejores composiciones, aunque no ha llegado a ser la más exitosa (los versos repetidos se destacan en negrita):

Mañana en la mañanita / le pongo la vista al llano, / ya tengo listo el sombrero, / l’ alpargatas / y además tengo un regalo / para llevarle a la joven / que me tiene trasnochado. (...) Mañana en la mañanita / apenas haya aclarado / ya debo ir percibiendo / el fresco olor a ganado / revuelto con albahaca / y el mastranto machucado. (...) Si no me marcho mañana / cómo será ese guayabo, / mi corazón no es de hierro / ni de piedra, ni de palo, / mañana en la mañanita / le pongo la vista al llano.

Nos atrevemos a sugerir que la tendencia a la monorrimia en Jorge Guerrero, independientemente del ritmo que apoye el poema, puede deberse a una (con)fusión particular (cuya tradición extensiva a otros compositores se debe investigar) entre el romance español originario, que ni altera la rima inicial ni agrupa sus octosílabos en estrofas, y la canción trovadoresca, que sí lo hace. Esta fusión podría confirmar, por lo demás, nuestra propuesta inicial del guayabo como subclase textual híbrida. No olvidemos, por una parte, que la fórmula métrica del romance se utilizó inicialmente para temas épico-narrativos, pero su pertinencia funcional como poesía popular-tradicional permitió en su trayectoria histórica la incorporación de expresiones y matices líricos, sin abandonar el predominio del discurso narrativo. Tampoco olvidemos, por la otra, que la Lírica, etimológicamente ligada al acompañamiento musical, designa un tipo de discurso “que se caracteriza por ser cauce de expresión de la subjetividad del hombre, de sus sentimientos y emociones al observarse a sí mismo” (Estébanez Calderón, 1999, p. 625). Entonces, cuando afirmamos más arriba que en las composiciones de Guerrero predomina el tono de guayabo, lo hicimos considerando que narran la evolución de sus afectos desde una autoafirmación del yo nostálgico, según las parcelas biográficas públicas e íntimas elegidas como referente de sus ficciones estéticas. Y esta marcada subjetividad de Guerrero siempre y sólo puede expresarse en primera persona, voz característica del discurso lírico. Además, el guayabo poético, como trabajo de duelo, puede manifestarse en situaciones afectivas agónicas equivalentes a la violencia épica. Por eso la biografía ficcional épico-lírica de Jorge Guerrero puede autoficcionalizarse métricamente tanto en la fórmula tradicional del romance-corrío en el sentido de versos corridos octosílabos sin limitaciones estróficas, como en su variante romance-canción (el término es nuestro) en el sentido de composición épico-lírica estructurada en estrofas monorrimas igualmente octosílabas. Y por ende, la poesía del guayabo elorzano de Jorge Guerrero puede apoyarse rítmicamente en cualquiera de los tempos musicales del golpe corrío y del golpe de seis, desde los más apuraos hasta los más moderados, como el pasaje:

Señores, con su permiso / vuelve a gritar el Guerrero / de la copla relancina / y el pasaje guayabero; / del criollo seis por derecho / y el pajarillo altanero; / de la quirpa y guacharaca, / chipola y cunavichero. / Me defiendo cabalmente / con mis versos romanceros (“El nuevo grito Guerrero”. Cursivas nuestras).

Mientras, en el seis por derecho autobiográfico titulado “El Guerrero del folklore” (1999b, pista 4) Guerrero respeta la fórmula métrica del romance tradicional para declararse “casi al trescientos por ciento / un folkorista nativo” que re-ordena (fabrica, construye) un producto estético rítmica, tonal y sintácticamente en el registro imaginario o simbólico con el que sustituye el arrullo de la patria uterina de la cual se independiza. En “Escarmenando el caballo” (2002, pista 2), reciente pasaje de alto lirismo, explica en cuartetas monorimas el trabajo de guayabo, fabricando desde su más íntima subjetividad el espejismo de la amada perdida a partir de un estímulo externo. Escuchemos los versos de cada una de las composiciones:

El llano me dio el dolor / y también me dio los mimos. (...) A orillas del río Arauca / está el suelo que no olvido: / Elorza, pueblo llanero, / mi orgullo es haber nacido / cobijado por tu manto, / tu confianza y tu cariño. (...) Cómo añoro tu sabana, / tus lagunas y tus lirios, / tus grandes cimarroneras, / tus caballos y novillos, / el gran cajón del Arauca, / el monte de San Camilo, / los truenos del mes de agosto / y los soles decembrinos / la Cruz de Mayo en el cielo, / el lucero matutino, / el canto e’ la paraulata / la porfía de los cubiros (“El Guerrero del folklore”).

Escarmenando el caballo / como a las doce del día / se me enchumbó la mirada / pensando en tí, vida mía. / Viendo la cerda en el suelo / me abrazó una fantasía: / me vi clarito peinando / tu cabellera extendía. (...)Y ayer lloré de contento / cuando casi oscurecía, / porque mirando el sendero / me pareció que venía.” (“Escarmenando el caballo”).

Y en el corrío “Cómo olvidarte, llanura” (2001, pista 2) la violencia épico-lírica del guayabo por el solar nativo expresa su imaginario simbólicamente descriptivo en la conjunción armónica de una vocalización desgarrante y la fuerza persistente del joropo, exigida al arpista por el propio intérprete:

Cómo olvidarte, llanura, / morada de mil lamentos, / que dejé en noches calladas / para romper el silencio / por cajones de sabanas / con el rumbo pintoresco / de un lucero a media noche / que se apaga por momentos, / porque es mucha la distancia / para que se quede quieto; (...) Dale duro y no lo pare, / le voy a pedir, maestro.

La estructura poético musical de los pasajes donde Guerrero narra desde su interioridad la evolución de su trabajo de duelo, es decir, el tono característico del guayabo elorzano, no difiere, en rasgos generales, de los aportados por Calderón Sáenz: se organizan en períodos vocales simétricos que se repiten, separados por interludios instrumentales. Sin embargo, los pasajes de Guerrero (así como sus corríos) suelen ser bastante largos y las estrofas de cada período pueden tener diferente número de versos, aunque el esquema métrico y estrófico del primero se repite idéntico en el segundo y en el tercero, como es el caso de “Un guayabo pequeñito” (2000b, pista 12), que tiene tres períodos de tres estrofas de cuatro, seis y ocho versos. “Mi salvación” (2000a, pista 6) es uno de los más largos, con tres períodos: el primero alcanza cinco estrofas y los dos siguientes tienen tres, todas de ocho versos. En conjunto, el número de versos de las estrofas oscila entre cuatro y diez versos y la misma composición puede estructurarse en estrofas cortas y largas, como en “Añoranzas” (1999b, pista 1) donde el período se inicia con dos redondillas cruzadas a las que le siguen dos estrofas de diez versos con rima de romance, no de décima. “El guayabo de mes y pico”, tiene una estructura similar, sólo que las dos estrofas iniciales tienen siete versos; las dos restantes del período, diez. Otro de sus pasajes emblemáticos, “Viejo laurel sabanero”, (2001, pista 1) se organiza, con una nítida y elegante simetría creativa, en dos períodos de cinco estrofas de ocho versos, cuya característica estructural más original y significativa es la semantización del desarrollo hemistiquial pentasilábico con la que Guerrero plena o aprovecha en beneficio del texto la secuencia rítmica que precede al octosílabo siguiente (Rago, 1993, pp. 130-131). Esta convención de la poesía llanera de raíz tradicional es muy recurrida porque permite repetir la unidad léxica final del verso anterior, incorporar vocativos de apelación al destinatario implícito o expresiones interjectivas más o menos anodinas para el significado del poema. Sin embargo, en las estrofas de esta composición el desarrollo hemistiquial, ubicado con exacta regularidad antes del tercer y sexto verso, completa las unidades sintáctico-semánticas que Guerrero distribuye a su vez en la unidad estrófica. Citamos la primera estrofa de cada período, resaltando en negrita los desarrollos hemistiquiales, los cuales, en discrepancia con Rago, sí consideramos versos cuantificables:

Tiempo que no te miraba, / no te miraba, / viejo laurel sabanero: / hoy los nidos de tus ramas / con el invierno / se pusieron en el suelo / y el turpial que te cantaba / te dijo adiós con su vuelo. (...) Adiós, laurel, viejo amigo, / será hasta siempre, / no te diré que hasta luego; / ya que no pienso volver / porque es probable / que me maten los recuerdos / de los ratos que contigo / compartí cuando pequeño.

Dicha pertinencia sintáctico-semántica es otro de los rasgos que revelan la competencia poético-musical de Jorge Guerrero, porque la mantiene impecable cuando descompone y rehace los signos para estructurar y cohesionar textualmente un imaginario simbólico cargado (agobiado) de plásticas connotaciones vehiculadas por figuras tropológicas y gramaticales tan sutiles y de apariencia tan “natural” que merecen un estudio específico. Si recordamos que la canción concilia (fusiona) un texto literario con otro musical, y que los textos musicales llaneros, como tradicionales que son, exigen el cumplimiento de modelos o fórmulas fijas preestablecidas para ser reconocidos como ritmos identitarios, la conciliación o adaptación del discurso poético-melódico individual a dichas fórmulas exige el dominio de complejos artificios verbales por parte de Jorge Guerrero: “la creatividad del artista (oral) no reside tanto en la innovación o en la ruptura, sino en la virtuosidad de las variaciones que él opera sobre los esquemas temáticos y formales que son el bien común de la comunidad”, reconocen Ducrot y Schaeffer (1995, p. 614) suscribiendo a Jakobson (traducción nuestra). Y es precisamente esta pertinencia sintáctico-semántica, conciliada con el ritmo musical, una dificultad que enfrenta el investigador para distribuir en estrofas la transcripción de las letras, porque Guerrero, o bien encabalga sintáctico-musicalmente una estrofa con otra, o bien interpreta fónicamente con polivalencia versal-sintáctica el último segmento de una oración como el primero de la siguiente, pero sin acudir a la agramaticalidad permitida en este tipo de discurso poético. Los dos ejemplos que citaremos a continuación resaltan en negrita los encabalgamientos estróficos y las polivalencias sintáctico-auditivas:

Adiós brisita llanera,
perfumada con mastranto;
adiós garza veranera,
caminito y lirio blanco;
adiós, espuma viajera,
dale un abrazo al remanso.
Paraulata sabanera,
tú sabes de mi quebranto.
Quebranto porque mañana
muy tempranito me marcho
me voy para no sé dónde
y voy a andar no sé cuánto,
cargando en mi corazón
las cosas criollas del campo:
el canto de ordeñador
de madrugada y descalzo
sumergido en el tesón
de olor a ganado y pasto.
(“Añoranzas”).

Y yo que vengo de allá
de mi pueblito elorzano
en la majestad del templo
extasiado te contemplo
Virgen de amor puro y sano.
Me rindo ante tí,
y me siento ufano
pleno de tus bendiciones,
elixir pa’ l ser humano.
(“Virgen de Los Llanos”. 2001, pista 11).


Los Guayabos del Guayabo Elorzano.
En cuanto a los referentes de este posible subgénero o subclase textual que venimos denominando guayabo elorzano, cuatro pérdidas enguayaban, valga la redundancia, la reacción poética del Jorge Guerrero “elorzano, sano sano”. Las dos más obvias y reiterativas, por ser la causa externa, tangible y referencial, son la pérdida del ser amado y de la patria, que coinciden y se implicitan en la composición “Mi noviecita y el llano” (2002, pista 9); las otras dos, subyacentes, consisten en la pérdida de sí mismo, no causada por la pérdida de la otredad afectiva o geográfica, sino por la pérdida del rol profesional, bifurcada entre la hamartía (error de la voz poética heroica en su contexto de difusión en vivo) y la pérdida del instrumento físico de la voz cantante.

Cada vez que voy a Elorza, / mi tierra amada, / me paro un rato en el puente / a contemplar la belleza / y a darle gracias / al Señor Omnipotente. / Primero por estar vivo / y permitirme / regresar frecuentemente / al suelo de mi niñez, / tantos recuerdos vigentes. / Segundo, porque allí vive / mi noviecita de siempre.

En consecuencia, los legítimos productos literarios del poeta durante sus reiterados trabajos de duelo son imaginarios estéticamente sublimatorios u “objetos bellos” (Kristeva, 1997, p. 87) con los que sustituye el vacío, colocándolos en el lugar de la muerte “para no morir la muerte del otro”. Escuchemos un fragmento del golpe titulado, significativamente, “Remembranzas del Guerrero” (2000b, pista 1):

Cada vez que el gallo canta / a la cinco e’ la mañana / mi memoria se despierta / hambrienta de tierra plana. / Me voy a morir de ausencia / añorándote, sabana, / sabana del alma mía, / soy el hijo que te ama, / que al galope de mi verso / con vientos de la alborada / voy a cruzar los caminos / que cuando niño cruzaba, / chapaleteando descalzo / el agua que se empozaba / después de los aguaceros / que el cielo azul nos mandaba. (...) Cómo quieres que te olvide, / mi población elorzana, / si cargo tus tradiciones / aquí en mi pecho sembradas: / Cargo el alma de tu gente, / tan criolla, sencilla y sana; / no puedo sacarme aquí / la imagen fresca y lozana / de tus mujeres preciosas, / cogollos de mejorana / que se pasean por las calles / y adornan tu panorama (cursivas nuestras).

Una estrofa de “Con rumbo al llano” es aún más explícita: “Esta noche reconstruyo / los momentos que a su lado / he vivido tan tranquilo, / contento y enamorado / a orillas del río Arauca / bajo las sombras de un guamo”.
Dichas elaboraciones simbólicas se fundamentan en la asunción de las pérdidas que Guerrero (entrevista personal, marzo 31 de 2004), autor histórico, contingente, concientiza como correlato engendrador de la tipología textual que en una de sus composiciones denomina “pasajes llorones” . Escuchemos un fragmento de la conversación:

JIMÉNEZ: ¿Por quien siente más y verdadera nostalgia: por Elorza o por las mujeres que amó y perdió?
GUERRERO: Por las dos, pero... porque... lo que pasa es que Elorza es uno solo, ve?... Elorza es uno solo y las mujeres son varias.
(...)
JIMÉNEZ: Y hay, hay una contradicción. Usted tiene muchas canciones sobre viajes...
GUERRERO: Umjú.
JIMÉNEZ:… Pero en todos esos viajes... Elorza está en su corazón.
GUERRERO: Sí, porque yo pienso... viajo y viajo pero estoy pendiente del pueblito. No se puede olvidar. Y... a veces de otras partes hacia el pueblo. Si no, arranco de Elorza hacia otras partes (cursivas nuestras).

El guayabo elorzano de Jorge Guerrero tiene, entonces y en principio, dos orígenes: uno de ellos (porque no estamos en capacidad de determinar cuál precede a cuál o si son simultáneos) es el conflicto psicológicamente residencial de la libre escogencia entre el lugar o espacio de la casa, autoelegido, y el lugar autodestinado por la contingencia histórica del rol que se decidió ejercer en la vida, o que la vida obligó a ejercer (Heller, 1997, pp. 7-30). El segundo, según Kristeva (1997, pp. 16-17), es, más que el objeto de la pérdida, la Cosa, es decir, “lo real rebelde a la significación, polo de atracción y repulsión, morada de la sexualidad de la cual se extrae el objeto de deseo”. Como para “este tipo de depresivo narcisista, en realidad la tristeza es el único objeto, (...) persigue aventuras y amores siempre decepcionantes”, como lo reconoce Guerrero en “Bohemio loco” (1999b, pista 3), composición anamnésica que funciona como una toma de conciencia razonada y pública de su tipología depresiva, versacionada, atípicamente, con predominio del heptasílabo: “¿Por qué el loco destino / me dio tantos caminos / que me llevan directo / a la misma locura, / rutina y amargura / del sentimiento muerto / de amores que se van, / de amores que se fueron / y amores que no han vuelto?”
El primer origen, es decir el conflicto emocionalmente residencial, se expresa textualmente en el guayabo, “elorzano, sano, sano” que, en términos de Heller (ibid., pp. 9-10) consistiría en una especie de monogamia geográfica comprometedora del sujeto con su tradición; esta monogamia no es “simplemente un sentimiento, sino una disposición emocional, un marco emotivo que toma en cuenta la presencia de muchas clases de emociones tales como gozo, tristeza, nostalgia, intimidad, consuelo, orgullo y la ausencia de otras”. Como tal, puede orientar la fantasía, es decir, el imaginario estético con el cual se sustituye la carencia.
Para Guerrero, sin embargo, la promiscuidad geográfica que representan los lugares autodestinados por su errancia profesional no son más que un compromiso monógamo con Elorza, su experiencia uterino-sensual de la casa, tal como reiteradamente jura en sus composiciones:

A orillas del río Arauca / está el suelo que no olvido: / Elorza, pueblo llanero, / mi orgullo es haber nacido / cobijado por tu manto, / tu confianza y tu cariño. / ¿Te acuerdas, pueblo de mi alma, / que yo juré cuando niño / representarte cantando? / Y es juramento cumplido / de ti para Venezuela, / el universo peregrino, / pletórico de mensajes, / con nuevo norte y destino” (“El Guerrero del folklore”. Cursivas nuestras).

Me voy porque necesito / poner tu nombre muy alto / en Oriente y en el Centro, / Los Andes, tierra de encantos, / por allá en el Catatumbo, / donde se aprecia el relámpago, / pero te juro, mi llano, / de rodillas, por Dios Santo, / que así me vaya muy lejos / de mi pecho no te arranco (“Añoranzas”. Cursivas nuestras).

Compromiso monógamo que se pone en evidencia en las composiciones dedicadas a los lugares autodestinados, pero siempre concebidas desde el “marco emotivo” o “disposición emocional” elorzana, tales como “Romance colombiano” (1999b, pista 5) ” y “Virgen de los llanos”, de las cuales citamos los respectivos ejemplos:

Escucha, colombianita, / mi canción sentimental / que escribí una tardecita / casi a punto de llorar / en la barranca de Arauca / viendo la espuma bajar / desempolvando recuerdos / que me hacían en ti pensar” (Elorza está situada en las márgenes venezolanas del Río Arauca).

Recibe mi humilde canto, / Virgencita de los Llanos, / tu pueblo portugueseño / te rinde amor con empeño / y anda siempre de tu mano. / Y yo que vengo de allá, / de mi pueblito elorzano, / en la majestad del templo / extasiado te contemplo / Virgen de amor puro y sano.

Por otra parte, para Heller (ibid., p. 11) el lugar autoelegido se determina por la familiaridad de la experiencia sensual de la casa y por el lenguaje familiar. Familia, coincidencialmente, es una voz coloquial que en el llano se usa como vocativo o en fórmulas de saludo dirigida a los amigos; otras dos muy frecuentes son primo y pariente. Recordemos también la definición de guayabo como “forma familiar para despecho” que nos da la página web de Guerrero. La experiencia sensual de la casa se expresa en descripciones del entorno nativo; la del lenguaje –continúa afirmando Heller- en “la lengua madre, el dialecto local, los cantos infantiles, los lugares comunes, los gestos, las señas, las expresiones faciales, las pequeñas costumbres. Uno puede hablarle al otro sin darle información previa. No son necesarios los pies de página, se comprende mucho en pocas palabras”, tal como sucede en la estética de la identidad a nivel formal y léxico. Ambas familiaridades se cohesionan (se fusionan) verbal, musical y vocalmente en el tono lamentao de “Con rumbo al llano”, composición ya citada por ser una de las representativas del tono de guayabo elorzano y en “Hasta aquí me trajo el río”, especie de confesión de una hamartía ante la comunidad de origen:

Mañana en la mañanita / apenas haya aclarado / ya debo ir percibiendo / el fresco olor a ganado / revuelto con albahaca / y el mastranto machucado. (...) Ya me veo en el caney / en un chinchorro acostado, / contando a mis familiares / los trabajos que he pasado / por la bella y noble causa / del folklore bolivariano. / Si no me marcho mañana / cómo será ese guayabo, / mi corazón no es de hierro / ni de piedra, ni de palo, / mañana en la mañanita / le pongo la vista al llano cursivas nuestras).

Eso es muy raro, familia, / que yo tenga estas reacciones, / pero ese día me obstiné / y salí de mis cajones; / hasta aquí me trajo el río / no quiero más discusiones. ¡Lárguese con sus peretos, chancletas y camisones! (cursivas nuestras).

Pero el futuro en el guayabo elorzano (“cómo será ese guayabo”) no es más que una nostalgia por un pasado familiar que se ficcionaliza en un canto veguero donde el yo poético imagina un espacio idílico pastoril como utopía del espacio de la casa, diseñando un proyecto de vida que toma como referente la economía veguera de subsistencia . El imaginario de la nostalgia, es decir, el tono de guayabo se mantiene desde la primera queja de “Vuelve al llano” (1999a, pista A-1) hasta el más reciente cortejo de su “Romance criollo” (2002, pista 8), composiciones que citamos en orden cronológico:

Vuelve al llano, vuelve al llano, / llanero, esta es tu tierra. / El llano me está llamando, / escucha, mujer bonita, / pero eso sí, lamentao. (...) Tú llanera, y yo también / no sé porque nos vinimos / a vivir tan azaraos, / en una zozobra eterna / con tanta inseguridad / y el aire contaminao. / Es cierto que en la ciudad / todo anda modernizao / y a pesar de los pesares / no crean que estoy amañao. / Aquí yo no me acostumbro / me siento como encerrao / y si no regreso al llano / me muero desesperao. / Porque es que allá en mi llanura / vivimos despreocupaos / comiendo yuca y topocho, / marrano frito y pescao, / de vez en cuando salimos / para el pueblo a hacé un mercao / y cuando nos demos cuenta / los suticos ya están criaos. / Allá vivimos tranquilos / con un puñito e’ ganao, / de tardecita saldremos / con el sol de los venaos / a dejar en el conuco / los perros entramojaos / pa’ que cuiden el maicito / porque hay chiguires sebaos (cursivas nuestras).

Mujer bonita, / por favor, dame tu mano, / quiero llevarte a mi llano / donde están mis correderos. (...) / Te haré un fundito / que todito será tuyo, / con amor te lo construyo, / mi vida, porque te quiero. / Donde te duerma el arrullo / del zinc con el aguacero / y te despierte el murmullo / de un riachuelito invernero. / Por la mañana, / mientras yo esté en el ordeño, / tú me llevas con empeño / el cafecito al chiquero. / Si se me cumple este sueño, / aunque no tengo dinero, / el mundo será pequeño / pa’ dártelo con esmero. (...) Me parece que te veo, / criollita, junto al veguero, / luciendo un par de alpargatas / y alguno de mis sombreros, / oyendo música criolla / con un radio en el tranquero / y prendiendo jumo é bosta / de tarde en el paradero. / Del hambre no nos morimos / porque hay conuco primero / segundo, un puño e’ ganao / engordando en un potrero (cursivas nuestras).

Esta utópica nostalgia veguera, impregnada de ternura, contrasta, sin embargo, con el literal disparo de imágenes plástico-afectivas autolacerantes y / o punzo-penetrantes, con las cuales Guerrero representa su lucha contra el desmoronamiento simbólico que le causan las pérdidas (Kristeva, 1997, p. 27), incluso las cíclicas pérdidas de su rol profesional, como veremos más adelante. Un ejemplo de este contraste está en la cuarta estrofa de la segunda parte de “Mi noviecita y el llano”: “Mi noviecita y el llano / son dos motivos / que me mantienen pendiente. / Los dos me arrancan suspiros / como puñales / que me perforan la mente”. Otro ejemplo de estas imágenes aparece en una compleja metáfora de “Contando el tiempo”, donde elabora literariamente la simbología del duelo como recuerdo obsesivo: “Pero hay recuerdos comunes / que nos taladran el alma / nos ponen muy pensativos / y nos perturban la calma, / están allí como el río, / con la potencia del agua / que arrastran la arena a un lugar / hasta que forma una playa” (cursivas nuestras). En la serenata cortejo titulada “Mi salvación”, la dulce alegría que supone el sorpresivo “embeleso” del encuentro mesiánico “con la muchachita de mi vida” (“yo pienso que se encontraron / la panela con el queso”) se representa, contradictoriamente a través de una imagen punzo-penetrante semánticamente similar a la que inicia la anamnesis narrativa de su “Guayabo de mes y pico”. Si en este último Guerrero afirma “Tengo como mes y pico / luchando con esta espina / que me clavó esa mujer / posterior a su partida”, en “Mi Salvación” declara: “La primera vez, cariño, / te miré y me paré en seco, / te contemplé largamente / sin salir de mi embeleso. / Sentí una espina de amor / taladrándome por dentro / que quedó curucuteando / los cajones de mi pecho” (cursivas nuestras).

Este uso de la misma fórmula semántico-métrica en composiciones donde Guerrero ficcionaliza situaciones afectivas antónimas o contrarias, se oye (más que se lee) como su particular y creativo manejo del estilo o estructuración formularia que caracteriza la poesía oral aún en las épocas modernas, porque en vez de limitarse a la refundición pragmática de las expresiones que los poetas tradicionales llaneros fueron fijando, acumulando y depositando como acervo en la lengua literaria que a su vez creaban, se nutre del propio repertorio de fórmulas concebidas conscientemente por nuestro poeta para individualizar su guayabo elorzano. Repertorio que, si bien sometido a las convenciones métrico-mnemotécnicas que impone la tradición poética oral hispánica, está condicionado simbólicamente por el imaginario verbal del artista melancólico narcisista que es Jorge Guerrero, propenso a representar la muerte y la resucitación con las mismas imágenes autolacerantes, destructivas y degenerativas que alcanzan incluso la descomposición orgánica. Es decir, propenso a la reconstrucción simbólica de sí mismo a partir de la deconstrucción que le causaron las pérdidas del objeto amado:

De no haberte conseguido / mañana amanecía muerto. (...) Te juro que desde entonces / largué mi cruel cargamento / que me hacía vivir de a rastras / con el corazón deshecho; me bebía trucún-trucún / los pesares y tormentos / y era, muchacha, el guayabo / con el filo del despecho. / Así trajinaba errante / por ái, medio tatareto, / dejando hilachos de vida / botados en el desierto, / pero ya en un garabato / colgué mis remordimientos / para que se los carcoman / las polillas del silencio (“Mi salvación”. Cursivas nuestras).

Pero la patria o la mujer no son únicamente las pérdidas que afectan al yo poético en las composiciones de Guerrero: a ellas se les unen las cíclicas pérdidas de su rol como intérprete y defensor del folklore musical llanero, es decir, las pérdidas narcisistas de sí mismo, experimentadas existencialmente como desapariciones, ausencias o distanciamientos provocados, incluso, por errores (hamartías) del contexto de recreación y difusión, vivo o mediatizado. Ciclo de muerte y resurrección que engendra autoficcionalizaciones tales como “El nuevo grito Guerrero” y “De nuevo en el arpa”, donde la voz poética reaparece, fortalecida en su calidad y competencia cantora, dispuesta a enfrentar el entorno profesional con imágenes que progresan desde una equilibrada autoestima hasta la ostentación alegórica, amenazante y defensiva del armamento vocal y la disposición anímica que, literalmente debe poseer el guerrero del folklore:

Bien señores, El Guerrero / está de nuevo en el arpa, / inspirado como siempre / y con la misma garganta, / en términos más o menos / ni muy baja ni muy alta, / pero sí con un gustico / pegao en la consonancia, / o sea que la melodía / le cae a la oreja grata. / Será porque tiene un trino / como el de la paraulata; / de turpial y de arrendajo / que anida en la rama gacha; / y un lamento de carrao / cuando el verano se achanta. / Aquí estoy atrincherao / sobre la cuerda amaranta, / con el fusil de mi verso / con guáimaros hasta la cacha / para seguir en batalla / por esta bonita causa, / a pesar de que hay un grupo / que alegres hacían comparsa / y ponían bailes diciendo: / “ya El Guerrerito no canta”. (...) Firme voy hacia el futuro / con mi escudo y con mi lanza, / porque a mí los golpes duros / me animan y me agigantan / y aquí vine a demostrarles / que mi pollo tiene raza / y que cuando mete el pico / da con la espuela y remata (Cursivas nuestras).

En este caso, las imágenes punzo-penetrantes se reorientan (se redisparan) en efecto boomerang hacia una otredad parroquial de los mismos códigos estéticos de la identidad (es decir, de la casa uterina) que pretendió aniquilar físicamente a una voz poética que retorna, reivindicativa, para exigir ante la comunidad fruidora de su arte el reconocimiento de su reconstrucción personal como otra forma de lucha ante su desmoronamiento simbólico. Lucha sin embargo, no resuelta en victoria, porque arrastra siempre, en los poemas resurreccionales de Guerrero, residuos fluviales del guayabo elorzano. En “La reflexión de Guerrero” (1999a, pista B-2) nuestro cantautor toma conciencia de su hamartía y desde la anamnesia anagnórica declara:

La última vez que canté / en aquel pueblo, / lo hice en medio de una rasca; / toditos me criticaron / con razón: / había metido la pata. (...) Ojalá y alguien me entienda / que yo en esas circunstancias / andaba con un guayabo / que por poquito me mata, / bebiendo para olvidar / a aquella mujer ingrata; / y lo que hice con las manos / lo destrocé con las patas (cursivas nuestras).

Ahora bien y finalmente, el guayabo elorzano de Jorge Guerrero incorpora otra vertiente de las pérdidas de sí mismo no considerada (hasta donde sabemos) ni por Freud ni por Kristeva: la pérdida de la voz como pérdida de la herramienta más valiosa con la que cuenta el autor histórico para superar literariamente la pérdida de la casa y del objeto amado, es decir, para superar la pulsión de la muerte causada por la melancolía patológica. Sin embargo, en “Nací pa’ cantarle al llano” (2002, pista 8) esta pérdida modifica las relaciones significantes con el entorno hogareño tan sólo en la inversión de la voz y de la modalidad emisora, porque en vez de bloquear la comunicación, incentiva la empatía interlocutiva con los familiares de un espacio bucólico donde la recepción auditiva y visual del antes emisor-hablante re-genera, en quien autoeligió Elorza como perímetro afectivo y geográfico, el mismo imaginario sinestésico pero a través de la modalidad silente-escritural. Por otra parte, Tratándose de la pérdida definitiva del único recurso que le permite al poeta comunicar su proceso de muerte y resucitación, la imagen autolacerante con la que simboliza la pérdida de la voz cantante adquiere contundencia letal en esta composición y, como fórmula semántico-métrica, constituye un refuerzo de las representaciónes de todas las pérdidas sufridas y ficcionalizadas hasta ahora por la poesía guerreriana.

No hay cosa sobre la tierra, / mi Dios bendito, / que hiera más a un llanero, / cantante como soy yo, / enamorado, / compositor y coplero, / y es que le falte la voz / para cantarle al llano / y a sus senderos. Lo digo porque he vivido, / llano querido, / momentos de desespero / en que he querido cantarte / y complacerte / pero me falla el guargüero / y es como si me partieran / el corazón / con un látigo de acero. (...) Porque nací pa’ cantarte, mi llano / y si no me muero. / Si llego a perder la voz, / definitivo, / me voy al llano señero / a compartir mi tristeza / con los caminos / y el terronal del estero, / con el caño y la calceta, / los lagunazos, / la pica y el bebedero. / Me dedicaré a escuchar / los pajaritos / con su trino mañanero / viendo rebaños y atajos, / por la sabana, / buscando hacia el comedero, / embebido en el retozo / alegre y brioso / de los potros y terneros. (...) Y allí agarraré la pluma / querendona del garcero, / y al llegar la tardecita / me sentaré en el tranquero / a escribirte y contemplarte, / llano mío porque te quiero (cursivas nuestras).

Si bien “Nací pa’ cantarle al llano” desarrolla poéticamente uno de los síntomas del artista melancólico (“si ya no soy capaz de traducir o de metaforizar, me callo y muero”), este síntoma en el guayabo elorzano literalmente lucha contra la pulsión de muerte, pues “el artista que se consume de melancolía es, a la vez, el más encarnizado guerrero cuando combate la renuncia simbólica que lo envuelve” (Kristeva, 1997, pp. 14 y 41).
Después de haber constatado y demostrado que una de las fórmulas semánticas más recurrentes y, por eso, caracterizadoras del guayabo elorzano de Jorge Guerrero se sintetiza en “Si he caído es pa’ que sepan / que El Guerrero se levanta”, esgrimida, además, como “Una visión de la vida” (2001, pista 8) por el propio compositor, concluimos reiterando nuestra afirmación inicial: si Julia Kristeva hubiera conocido la trayectoria poético-musical venezolana de Jorge Guerrero, éste formaría parte de los artistas melancólicos que merecieron capítulos específicos en su Sol negro. Depresión y melancolía.


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Guerrero, J. (2001).Lo más bonito. En ¡Sensacional! [DC, pista 10]. Caracas: Producciones Los Famosos.

Guerrero, J. (2001).Virgen de Los Llanos. En ¡Sensacional! [DC, pista 11]. Caracas: Producciones Los Famosos.

Guerrero, J. (2001). Me voy de feria. En ¡Sensacional! [DC, pista 12]. Caracas: Producciones Los Famosos.

Guerrero, J. (2002). De nuevo en el arpa. En De nuevo en el arpa [DC, pista 1]. Barquisimeto: Producciones Lara Records.

Guerrero, J. (2002). Escarmenando el caballo. En De nuevo en el arpa [DC, pista 2]. Barquisimeto: Producciones Lara Records.

Guerrero, J. (2002). Nací pa’ cantarle al llano. En De nuevo en el arpa [DC, pista 8]. Barquisimeto: Producciones Lara Records.

Guerrero, J. (2002).Romance criollo. En De nuevo en el arpa [DC, pista 7]. Barquisimeto: Producciones Lara Records.

Guerrero, J. (2002). Mi noviecita y el llano. En De nuevo en el arpa [DC, pista 9]. Barquisimeto: Producciones Lara Records.

Guerrero, J. (s. / f.). Miche, que se le va la pea. En Jorge Guerrero con las estrellas del llano. Gran contrapunteo [DC, pista 4]. Sin más datos.

Montoya, F. (s. / f.). Guayabo de por vida. En El Guiso de las Aves [DC, pista 11]. Sin más datos.

Oquendo, J. G. Serenata compartida. En Amores [DC, pista 3]. Caracas. Sonográfica / Universal Music Venezuela, S. A.

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