lunes, 4 de enero de 2016

Cuentos de Arrieros y del Antiguo Llano (5) La Casa Abandonada

Joven en el archivo llanero de Cojedes de Samuel Omar Sánchez


LA CASA ABANDONADA (Ramón Villegas Izquiel)

Según quienes se han dedicado a historiar la endemia palúdica nacional, ésta debió ingresar al centro del país procedente desde las inhóspitas lejanías sureñas, traída sobre todo por el constante tránsito de las guerrillas intestinas, itinerantes por todo el territorio durante el siglo XIX i comienzos del que ya termina.
Se relaciona incluso su llegada a nuestra región cojedeña con la gente de tropa del ejército liberal conducido por el General Antonio Guzmán Blanco.
Ciertamente este Presidente en campaña estuvo en 1872 con su hueste durante varios días en El Baúl, población donde fue objeto de esmeradas atenciones. Se recuerda, por ejemplo, el esplendido almuerzo ofrecido por don Juan Miguel Iturriza, no obstante su condición de destacado dirigente del Partido Conservador, en su mansión familiar – hoy en ruinas – conocida como La Casa de Alto.
Después de Guzmán i sus combatientes, dícese que el paludismo se quedó entre nosotros, como por especial afición a los organismos de los Cojedes, pues permaneció por acá con su virulencia letal hasta los años cuarenta, no tan lejos todavía.
Fue esa la época de la esforzada División de Malariología, cuya cabeza visible aquí en Cojedes lo fue Don Chucho Herrera, desterrado por cierto de la débil memoria de una colectividad en permanente deuda con el sus diligentes legionarios.
(Como recordatorio indirecto de estos benefactores de la patria i respetado hasta ahora por el tiempo i el urbanismo, se conserva aún en San Carlos donde la vieja Avenida Bolívar converge con la moderna “José Laurencio Silva” un pontón sobre uno de los tantos drenajes abiertos por ellos i cuyos brocales tienen la moldura con la leyenda MALARIOLOGÍA).
Hecha esta justiciera digresión, regresemos a nuestro pequeño pueblo, que amarillo se nos puso la piel de su gente, con parecido color al pendón liberal. Aunque justicieramente debiérase agregar que los seguidores de la enseña goda, trashumantes también por diversas regiones, debieron haber distribuido igualmente su dosis de ponzoña malárica por donde pasaban.
Sea como fuere, amarillos nos pusimos como “clavel de muerto”, hermosa cuanto humilde florecilla, adorno de la naturaleza en las tumbas de los cementerios aldeanos. Pues este omnipresente fantasma rezagado de nuestras guerras fratricidas, apoyado en las carencias i las parasitosis, actúo también aquí con la misma virulencia de allá en el Ortiz de "Casas Muertas". I no está demás la cita, pues el padre Francisco Javier Peña, según leí hace algunos años en un reportaje periodístico i acogiéndome a la fidelidad de su autor. I me han dicho, además, algunos más viejos que yo, que ese joven cura oficio su primera misa en el templo de nuestra población, la cual fue su primera parroquia, hasta que lo hicieron salir unos caciquitos lugareños tan dañinos como las propias enfermedades.
Fue por ese tiempo malárico cuando comenzó la ruina del pueblo, disimulada a veces con algunas ruidosas fiestas patronales, algo así como para espantar al miedo, i aprovechadas por algunos forasteros tramposos i protegidos del régimen gomecista imperante para sacarle a la comunidad con gallos “engomados” i dados “compuestos”, el mísero producto de la venta de vacas paridas a comerciantes inhumanos por veinticinco bolívares, lo que de vaina les alcanzaba la mayoría de las veces para comprar antipalúdicos o el género blanco para la mortaja del hijo difunto.
Solos nos fuimos quedando. Solos, pues el señor paludismo se dedico también a desarrollar su programa de “soluciones habitacionales”, como se dice en el lenguaje oficial de nuestra época. Por lo cual quienes no se iban a tiempo del pueblo, corrían el riesgo de ser reubicados desde sus propias casas para una parcelita en el condominio municipal denominado Camposanto, porque sus vecinos – pienso yo – no riñen entre sí aunque les encaramen otro encima. Mi familia – me enorgullece apostillar – fue una de las que se negaron a emigrar, no obstante haber tenido posibilidades para hacerlo, por el amor entrañable que el bauleño de cepa le tiene a su llanero terruño.

Con el transcurrir del tiempo muchas casas quedaron abandonadas. Hasta el templo se quedó sin cura residente por largos años, para tristeza recóndita de los fieles que lo atribuían a castigo del Cielo por lo sucedido con el Padre Peña. Las humildes imágenes estaban siempre envueltas para su protección de las asquerosidades de los sacrílegos murciélagos, en unas telas a manera de vendajes, como las víctimas de esos tremendos accidentes autobuseros de ahora, dicho sea con el debido respeto.

Volviendo a lo de las casas, en éstas dejaban a veces sus emigrados amos hasta unos cuantos inservibles cachivaches, lo que convertía a los muchachos de entonces en una especie de especie de espeleólogos urbanos, explorando aquellos tétricos caserones en busca de algunos desechos para surtir la escasa variedad de rústicos juguetes: Ruedas de máquinas de coser para construir carros. Una vitrola vieja para las prácticas de mecánica. El esqueleto de un revólver o el resto de un sable leproso de oxido, frecuentes en nuestros solares, etc.

Será por estos recuerdos acumulados durante mi niñez que las casas abandonadas tienen todavía para mí una nostálgica carga poética, en su enigmático silencio cargado de insospechadas vivencias extinguidas, la mata de reseda dando a los vientos realengos su perfume sin destino, o el granado enhiesto meciéndose tristemente como abandonado guardián de los patios solitarios.

***
Caía una tarde de cigarras lejanas cuando, incursionando yo en una de aquellas casas desoladas, la sorprendía a ella recogiendo de un rincón una muñeca de celuloide ya sin brazos. Se espantaron nuestras miradas, asustadas por la tímida simpatía adolescente cultivada con reojos cuando salíamos de las respectivas escuelas de varones i de niñas. Empero la soledad del momento alentó el instinto posesivo del varón ya en madurez. Le agarré las manos casi desleídas en sudor helado. Me quedé mirándole mui de cerca sus grandes pupilas verdes, como dos metras cristalinas que, por lo mismo, siempre conservaba yo en la faltriquera de la blusa. La abracé i quise besarla en los ojos: - ¡No – me dijo – Me da miedo! I deslizándose como un reptil de seda, se zafó de entre mis brazos i rajó corriendo hacia el patio desierto.
Estático me quede en el quicio de la puerta desvencijada, mientras ella, pálida i larguirucha, con los cabellos de cocuiza saltándole sobre los hombros, desaparecía por un boquete de la empalizada hacia el solar de la casa vecina.
Nunca más la tuve tan cerca de mí. Un día me marché del pueblo i tiempo después supe que ella siguió también el itinerario trazado por el destino en la agenda de su existencia.

Jamás la he vuelto a ver. Ni siquiera sé si aún vive. Sin embargo todavía la evoco en las barbas del maíz jojoto, en las cimbreantes matas de granadas, en las adolescentes delgaditas de trajes desgarbados, en los patios tristes de las casas solitarias i, sobre todo, en el recuerdo de las dos canicas verdes, pérdidas quién sabe cuándo, ni dónde, porque cada vez que me las sacaba del bolsillo era como tener en el cuenco de mi mano sus dos pupilas transparentes que ya el tiempo habrá tornado opacas esta evocación, brumosa también por tanta lejanía.

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