martes, 21 de junio de 2016

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (16) Varios autores

Joven de Cojedes en el archivo de Katiuska Valero




LA DAMA DE LOS PERRITOS
 (Mercedes Franco)
En el estado Falcón se encuentra la playa de Judibana, de blancas arenas interminables. Al atardecer, contra el oro del crepúsculo, muchos han visto pasar a una enigmática mujer. Viste antiguo traje blanco y lleva un amplio sombrero, lleno de encajes y flores. Pensativa y solitaria, pareciera querer hundir sus recuerdos en las olas.
Quienes han logrado ver a la misteriosa mujer, aseguran que lleva dos pequeños perros, atados a una larga correa. Por eso algunos la llaman “la Dama de los Perritos”. Camina por la orilla y desaparece a lo lejos, en la bruma del atardecer. Pero... ¿quién es la hermosa desconocida?, ¿por qué se pasea tan sola y triste, en la playa de Judibana?
Cuentan los más ancianos de la región que es el espíritu de una bella muchacha coriana del siglo XIX. Comprometida con un oficial español, vio truncas sus esperanzas cuando él partió a la guerra, en 1813, para no regresar jamás. La familia quiso enviarla fuera del país, pero ella se quitó la vida.
Desde entonces, se dice que su espíritu atormentado recorre la playa. Quizá pensando en su amado, recordando los dulces momentos de su idilio. Seguirán rompiendo las olas, continuarán los jóvenes bañándose en las aguas espumosas. Y ella seguirá fiel a su memoria, pasando su dolor eternamente, por las doradas arenas de Judibana.



EL DANTO FANTASMAL
 (Mercedes Franco)
Para muchas etnias indígenas, el danto es un animal sagrado. María Lionza cabalga en una danta mágica, entre tutelar de los bosques. Pero en algunos pueblos del oriente venezolano, como Bergantín, en el estado Anzoátegui, se habla de un danto fantasmal, que recorre las calles envuelto en una brillante luz y luego desaparece hacia los cerros cercanos.



DAÑO /BRUJERÍA 
(Mercedes Franco)
En Doña Bárbara, el gran Rómulo Gallegos llama a aquella terrible mujer “la Dañera”. Se suponía que como los brujos que practican la “magia negra”. Podía lanzar males a distancia, que son llamados “daños, o “brujerías”. Y a veces no es tan a distancia, sino muy cerca, pero el “daño” pareciera no ser notado hasta que hace efecto.
Un ejemplo famoso en oriente es el de Mamá Inés Ruiz, una famosa curandera de Monagas. Un día, sintió que su cuerpo se hinchaba sin que hubiera una causa aparente. Perdió el apetito y la sed, sin embargo su abdomen y miembros crecían desproporcionadamente: Estaba irreconocible, y ya a mediodía se temía por su vida.
Mamá Inés envió a su hijo mayor hasta la choza del famoso Yaguarín. Viendo la orina de la enferma el poderoso brujo confirmó la sospecha: se trataba de un “daño”. Yaguarín dio al muchacho unas hierbas para un cocimiento, y le explicó que mientras se cocían las hojas había que cavar hoyos profundos, lejos de la casa, pues de su cuerpo saldría un líquido venenoso, que debía ser recogido, vertido en los hoyos y enterrado. Era preciso añadir a ese conocimiento la pluma del gran pájaro blanco con rostro de hombre. Solo así tendría efecto el remedio.
El hijo corrió lo más aprisa que pudo, con las hierbas en la mano, cuando sintió unas alas descomunales que lo azotaban como látigos. Era el pájaro blanco, del cual le había hablado Yaguarín. Tenía rostro humano y un largo pico, con el que trataba de arrebatarle las hierbas curativas. Pero el joven las defendió con desesperación y logró arrancarle la pluma de la cola. El pájaro blanco se alejó con un graznido lastimero.
Mamá Inés sanó con aquel conocimiento, y el líquido venenoso fue recogido y enterrado. Luego llegó Yaguarín y realizó ciertos conjuros. Se oyó un grito lastimero y el pájaro blanco, que estaba en un árbol del patio, cayó al suelo. Lentamente ante los ojos de todos se transformó en un anciano, el hechicero de un pueblo vecino. Según Yaguarín, había lanzado el “daño” por envidia de las facultades de Mamá Inés. 



AUGURIOS 
(Armando José Sequera)
Me está pasando todo esto por necia, porque, antes de aceptar este cargo, yo debí fijarme en los augurios que me alertaban sobre lo que se me veía encima. La misma mañana del día que empecé, un carro chocó el mío por detrás, mientras yo estaba detenida en un semáforo. En medio de la discusión, con el conductor del otro carro, un hombre entró en el mío y me robó el reproductor de casetes y una cigarrera de oro que había sido de mi abuelo y que me había regalado la abuela a los 21 años, un día que me descubrió fumando en un baño. Al mediodía, mientras esperaba que me sirvieran el almuerzo en un restaurante que queda cerca del trabajo, un mesonero tropezó con el pie de una cliente de la mesa vecina y me echó encima una taza de caldo de pollo con fideos y, por si fuera poco, esa tarde, cuando ya iba de salida del trabajo, el ascensor se trancó, conmigo y dos personas más adentro, y los bomberos no llegaron a sacarnos sino hasta dos horas y media después, porque estaban apagando un incendio seis cuadras más allá. Con todo lo que me pasó ese día, yo debí renunciar esa misma tarde o ni siquiera aceptar el cargo. Me había ahorrado todos los sinsabores que he tenido en este tiempo. Ahora ¿quién sabe  hasta he cultivado un cáncer con todo lo que me ha pasado aquí?


PEDRO 
(Eduardo Mariño)
Haciendo honor a sus treinta años de taxista, de sus tres frustrados matrimonios y de su crianza hostil en la terrible y calurosa Ciudad Ojeda, Pedro intenta un desquite:
—A la verga mardita vieja, de vaina no me pasasteis la puerta pa’l otro lao!!!



EL CUARTO DÍA, CORONEL...
 (Jesús Enríquez Guédez)
Veníamos a guerrear en la revolución con erre y está usted paralítico, reumático, estacado, con sus patas en el barro hasta las rodillas, no ve que amanece, coronel, despierte que vienen los campesinos y nos van a encontrar ebrios en este caño, a un lado la garrafa a medio litro por los tres días de borrachera, el sol, coronel, sale derechito para este cuarto día y no hemos llegado a la pelea pues si nos alcanza el gobierno antes vamos a morir sin ninguna victoria. Pase aguardientero, me dijo usted coronel el primer día cuando llegué a su jefatura y usted tomaba brandy acostado en la campechana, yo vine nada más a buscar el permiso para matar cuatro vacas flacas, horras de muchos partos para mejores señas, ciegas de vejez, llorosas que daban pena; usted coronel me sirvió un trago por la mañanita cuando cargaba cinco de la madrugada con rocío que consumí en el viaje; coronel y esas piernas tullidas le tulleron también los brazos digo yo porque así camina como muñeco de madera igualito al payaso. No me duele nada aguardientero, al contrario soy más chinejo, toda la vida de la sangre y los nervios se me fue a la cabeza, por eso le revuelvo aguardiente y me siento liviano saltando como una pluma, aguardientero, usted no sabe nada todavía y algún día aprenderá lo que es agarrar la vida y meterla a empujones en un rincón sano del cuerpo, mire, yo pesco cualquier pez y lo pongo ahí para verlo respirar en lo seco abriendo y cerrando las agallas hasta que se duerme sobre la mesa; no está muerto, en la ponchera con agua sigue durmiendo otra vez...pero despierta, despierta el pez, aguardientero. Pues si la vida es así, coronel, bebamos.
Al segundo día me dio el máuser porque yo fui práctico en disparar desde los doce años, cuando cogió a mi hermana mal cogía el hacendado de Las Rosas y lo maté porque sí con este brazo mío que usted ve, coronel, pero no me va a hacer preso ahora, verdad coronel, por un cuento viejo, si hablamos de la guerra por los que maté en las patas del santo que no les vi las caras envueltas en el camisón de la virgen, y el hombrecito aquel que usted me mandó con las señas que lo matara porque había llevado las mulas cargadas de plomo al enemigo cuando lo engañaron por bobo diciéndole que era papelón, por pendejo merecía morir, mejor era como fue y coger las mulas para remonta. Nos barajamos la suerte, aguardientero, porque lo único que no se me salva es el que me dio el plomazo ciego en cruz que me puso a caminar así, pero usted me acompaña, aguardientero, me acompaña a buscar a ese hombre.
El coronel ensilló la mula oficial y yo monté en mi caballo que pastaba frente a la iglesia con el freno en el pescuezo; enjorqueté a la autoridad impedido de subir con sus fuerzas naturales, aguardientero y coronel armados pusimos pensamientos adelante de quién y de dónde venía el colombiano fotógrafo que había llegado ayer retratando a uno, mejor con las armas, mejor con la peonada, mejor su señoría con su mujer, sus hijos y los perros. Al tercer día que pasamos saludando viajeros y vaciando la garrafa se nos olvidó para siempre el colombiano y seguimos sin pretender venganza de nadie con el único deseo de guerrear, aguardientero por aquí aguardientero por allá, de que mi vida en el gobierno, me dijo el coronel, fue casual muy sortaria, puesto que usted estaba ensillando una mula para su jefe, ya le estaba apretando la cincha y le faltaba meterle el freno en la boca, no lo había hecho porque la bestia bebía agua de guásimo y el jefe no tenía apuros y lo estaba viendo desde el patio afeitándose con navaja y el espejo bamboleaba entre las hojas del naranjo guindando en una espina, petra la loca y el ratero de hoyo pasaron cuando usted veía beber agua a la mula, mientras el jefe se afeitaba la garganta estirándose con los ojos cerrados alumbrados del cielo, entonces, me dijo, usted vio cuando llegó un hombre chiquitico, bien plantao mirando alto, hombrón como un perrón, indio negro entreverao, y qué, usted me dijo, que aquel día dio órdenes militares con referencias de guerra, revoluciones y demás etcéteras, y lo mató de un tiro en la barriga cuando el jefe miraba el cielo. Así fue, coronel, como usted cogió la jefatura; así fue, aguardientero.
Aquel día se acabó la discusión y nos fuimos alejando perdidos de los caminos esperando la tajadita de luna hasta que nos asustamos de tanto caminar mudos y volvimos habla que te habla cuenta que te cuenta para saber que íbamos juntos, yo adelante y él atrás, un rato aquí y otro allá la garrafa... yo le voy a dar el permiso, aguardientero, para que mate sus cuatro vacas; coronel, si es para matarlas nada más... ya para entendernos se nos perdían los cabos, coño, y entonces nos echamos a reír de todo y para mejor cuentear dejamos el paso del caño para la madrugada... yo me bajé del caballo y desmonté al coronel de su mula oficial, pero él no quiso acostarse en la paja porque cuando bebía le gustaba estar firme para no dormirse... coronel, en lo oscuro es lo mismo con los ojos abiertos que cerrados, igual como no vemos nada, ni a usted lo veo, suene la garrafa para buscarla... y al coronel lo estaqué con sus dos patas con botas y polainas hasta las rodillas enterrado en el barro, sostenido como botalón para darle la garrafa, él hablaba sin ton ni son palabras en fila, que me hacían reír y mientras él tomaba yo me ahogaba riéndome y el muy pícaro se aprovechaba avariento sopesando el medio litro que quedaba... estábamos cerca del cuarto día y el coronel gritaba sus proclamas de revolución que se perdían en el caño y de repente dijo estremeciéndose de un sacudón hasta las patas tullidas en el barro y los brazos paralíticos, eso dijo, coronel, yo lo oí coronel, no estoy loco coronel, ahora porque no tengo testigos no lo niegue coronel, estábamos usted y yo, porque vine a buscar el permiso para matar las cuatro vaquitas que ya me están dando lástima, pero no sirven de nada, que más voy a hacer, matarlas... usted dijo, coronel revolución con erre grande y enseguida se calló... no habló para no beber más, comprendí, y entonces yo conversé solo aprovechando para beberme el medio litro y me dormí hasta que me despertaron los cantos de los campesinos arreando burros cargados por el camino que va al pueblo... coronel, coronel usted está muerto, amaneció tullido todo el cuerpo hasta la sangre viva, los pelos de la cabeza se le mueven tiesos... los ojos para qué los abrió en la oscuridad, para qué coronel, no había nada que ver... el cuarto día, coronel...



HOMENAJE A ALFREDO ARMAS ALFONZO 


                                       107
Máximo Cumache es el último que se sabe la historia de Platón, el burro campanero del Viejo Lucas, que murió de amor en la plaza de Clarines, la misma mañana del domingo en que su dueño, tras aprovecharse de él durante más de quince años, decidió darle la libertad. Platón tenía alzada de potro, comía maíz de la mano del Viejo Lucas y sabía agradecerle con rebuznos cortos y mirada casi humana a aquel compañero de tantos viajes y tanto tiempo de vecindad el afecto expresado en palmadas y en pequeñas atenciones como eran la de protegerle la cabeza del sol con un sombrero de dos agujeros en el ala para que se sacara las orejas, peinarle la crin después de los aguaceros y dejarlo que se comiera la paja tierna de los caminos del verano arrasada por la candela y que por lo mismo nunca dejó de despuntar tierna y jugosa. Lo que no tuvo Platón fue descendencia. A Platón jamás en su vida le fue permitido retozar tras las hembras que espiaban el paso del arreo por picas, atajos y desechos de una tierra que parecía tener por confines los cacaotales de Barlovento, las calientes soledades de las salinas de Píritu, donde a penas si se hallaban una que otra paraulata estridente; los inacabables chaparrales del sur diseminados de tristes y enmontados pueblos que ardieron en cada asalto de las guerras; la fría y oscura fila por la que se iba a Guatopo, las altas casas de Barcelona, con musgos negros creciendo entre los zócalos y grietas de portales, o las tenebrosas noches de Clarines, entre las que acechaban el zorro, el rayo o la gente de Piquijuye.
La mañana de ese domingo a la que Máximo Cumache asiste, Platón se ve sin cabestro, sin enjalma, sin cincha ni impedimento. Platón pareciera que aprendiera a caminar y lentamente, deteniéndose a cada paso, recorre la mitad de la plaza donde se revuelca la pollina de la burra con la que ha entrado a competir en el mercado del transporte Trina Portillo: un pelo lustroso, el tobillo trémulo. Advierte al macho y se incorpora mostrando la dentadura hasta las encías rosadas. Platón se yergue con un rebuzno donde parecen expresarse frustración y maravilla, pero sólo es instante.
Platón se desplomo entre los matojos ralos que queman con bosta en las casas en los tiempos de plaga para ahuyentarla. Cuando Máximo Cumache corre a auxiliarle, Platón tiene en blanco los ojos y su invicta espada yace inmóvil entre las hojas y las piedras.
A Platón lo arrastran hasta el bajo de Casilda y a la orilla de la quebrada el Viejo Lucas le cava su última residencia. Por un largo rato Máximo Cumache le oye rezar al Viejo Lucas la única oración que se sabe, que es el credo; no es lo más apropiado para la ocasión, pero Platón se la merece más que ninguno.
Cómo no iban a aguársele los ojos a Máximo Cumache.

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