martes, 22 de noviembre de 2016

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (3): Anaís, Elisa, Nancy, Sara, Deibi, Ophelia y Andrea

   
Imagen en el archivo de Ydalis Díaz 

ANAÍS
I
Nada puede ya causarte dolor. Tu cuerpo ha ido olvidando ese lujo. Incluso el pagado y no prometido placer es atisbo de pena, risa mendigada, medida de extrañeza.
Eres a escondidas inocente milagro que un día amanece de violeta, otro en espirales dorados.
Tan igual el encierro o la fruición de un abrazo.
Nada te es perplejidad pues la indiferencia sobresale y asombra cada gesto de tus dedos cortos, el sin fin de pecas, los ojos grises como la ojera, los tres anillos de indistinto material, el olor inconfundible de la tristeza.

II
Él tiene la mirada y el intento.
Fíjate bien: A la certeza del tercer trago dirá «ciertas» palabras y entonces permitirás «ciertas» caricias.
Nada de ello será desconocido ni mucho menos privado, secreto o motivo de angustia.
No es que la suerte sonría o que los dioses sean propicios.
Es cosa de olor o de billetes. Ya lo sabes: La procacidad del mundo, el necesario color local.
Adivina ahora el tiempo que enloquecerá tus olvidos:
Júralo en tu piel por las vírgenes de aquella iglesia donde fuiste todos y cada uno de los setecientos cuarenta y pico de domingos antes del domingo preciso en que tú misma, ya no eras una de ellas. Júralo por el ardor de su ausencia, no por el de la entrepierna la mañana después.
Míralo ir, míralo venir. Después fíjate en mí: Pobre entendido de verdades profanas y mentiras benditas.

III
Disfrutas el oficio: Es una ida y vuelta, un despecho que empieza al besar el primer labio y que se agota en el orto de un cuarto frío cuando lastimas la despedida con el inigualable volverás.
Inocente abril que vives del sueño ajeno, inocente voz que conoces mi pálpito íntimo. Espiral de sueño te iluminarás cada noche hasta agotar la cuota, hasta pagar el amanecer que no termina.
El de la vida.

ELISA
Desde mi sórdido destino puedo verte atisbar dentro de mí como en una mágica revelación de vastas nubes arreboladas al cuerpo.
Sé que eres parte de aquella misteriosa intuición de la ajenitud de la vida desde el inicio de un tiempo en el que mis pasos van atados a la medida de los tuyos.
¿Dónde estriba la pertenencia de todo este amasijo de ideas y ensoñaciones, si no es en mi propia perplejidad de apuntadora de pendejadas?
Este es el diario[1] de ese destino, si es que acaso soy su imagen y semejanza.
Pero también es la espalda de ayer, la contradicción de no ser ni tu ni yo sino un nosotros inventado de domingo a domingo, el esbozo de una historia cuyo argumento, falaz y tembloroso, forma parte de esa otredad constante, perturbadora, ineludible, que esta mañana, como las otras, no es más que el mal sabor de boca, la resaca después de tus besos.

NANCY
I
Todos tenemos una pesadilla pendiente que nos espera tumultuosa al fondo de la calle o al abrir la puerta —ya familiar— de la casa donde amas.
Tal vez sueñes sus detalles en un patio arcano que cuenta los años de un perro viejo, o en la espina que te saluda desde un limón nudoso como el corazón.

II
No es que debas vivir al borde del miedo cada vez que una mujer te olvida. Siempre habrá otra cuyo rostro apenas intuyes, y entonces justo despiertas a esa mirada que ya no es tuya y al dolor amargo la tarde después, en cualquier calle, en cualquier patio con limones.

SARA
Encontrarse con cualquiera que le hubiese conocido otra mirada y tener que rendir cuenta de las cosas perdidas, de las verdades cambiadas, maquillar un poco la mentira del día, o de la semana y seguir caminando aún con las preguntas en la frente.
—¿Sigues con Julio?
—No, ya no.
—¿Y donde andas ahora?
—Por ahí...
Y los pasos acortándose según el día se alarga, hasta hacerse leves, como en la memoria los besos.

DEIBI
I
Un aire frío tornasol amanecido acaricia la levedad del polvo bajo su puerta y ella se entretiene minuciosa en un mazo de cartas y una volátil espiral de recuerdos. Descalza, juega a hacerse nudos de tiempo, a hilar y destejer lo que ya no es.
La fragilidad de ese equilibrio se posa en el día que ya pesa apenas llegar.
Mira sus propias manos: Sus movimientos precisos, sus uñas sin pintar y el tiempo que flota en y desde ellas como proteica evanescencia hecha de días y abrazos distantes.
No sabría explicar desde cuando siente lo mismo ¿Un año, dos? ¿Toda una vida por más que el amanecer indistinto de un jueves?
Sólo tiene por certero augurio la magia de sus pies descalzos jugueteando al borde mismo de la luz tachonada de pasos y un juego de cartas que va desgajándose silencioso y lento y sensual.

II
Pero en su juego hechicero la esperanza nunca imagina que el minuto terminará antes del beso.
O que el tiempo nos despertará sin agua en el río, sin sombra al sol.
Y es que el amor no es oficio de sospechas ni de intuiciones.
Singladura de ave, intentas tocarla en la memoria y en los dedos tan sólo, el polvo de estrellas que flota hasta su puerta.
Tras los párpados crece abrupta esa ceniza y el adusto corazón aprende el olvido.

III
Quizás una mañana olorosa a horizontes descubras el arrebol pintado en la palma de su mano o el signo secreto que dibujaron tus ansias en su espalda, pero nadie ha de creer que alguna vez caminaste en su nombre y de las líneas de su frente
—Todos los árboles
—Todas las espadas
—Todas las copas
—Todas las monedas
de todas las cartas.

IV
Descubres al fin, que soñarla al azar de la baraja busca interpretarla como parte de un misterio cuyo fondo se alcanza mediante la continua evasión de ti mismo, bien por sí o por intervención de formas o percepciones, caricias, intenciones ajenas.
Buscas respuesta en los fragmentos de ella dispersos en otras gentes, en otras manos, labios distantes.
Buscas la figura, el talismán preciso.
Imaginas los detalles, sensaciones, improntas que habitan esas sombras que no van más allá de un rasgo, un gesto en la palidez perdida, que se saborea y se delata atroz como la ausencia.

OPHELIA
I
Esa noche podrían haberse jurado hasta la eternidad, como aquel 22 de enero.
Después de todo, la eternidad es un oficio que sólo se agradece escasos segundos antes de la palabra que en verdad te dolerá o te hará glorioso como una caricia al atardecer.
Le miras la camisita a rayas, el temblor en la mano y asumes que todo sobreviene como hecho o dibujado como en un guión o una secuencia repetida en la memoria, una más de las pesarosas naderías que no impiden el beso que los despide.

II
Ella vive una ilusión cuyo único y delicado sostén es la precariedad de dos o tres palabras cual tácita esperanza, la severidad de una búsqueda lapidaria y solitaria en su propia soledad. Luego François Villon, en una mala versión al viejo inglés de Milton, cuyo patetismo y sequedad se parecen tanto a su propia vida:
        (en voz muy queda)
        Farewell! from you my miseries
        Are more than now may be confessed,
        And most by thee have I been blessed

Y tras dar la vuelta al poema, el adiós breve y comedido no halla culpa ni extrañeza: Sólo el misericordioso sistema del despecho, vale decir, del desamor.

III
Sigue así: Se mira las manos entrando al minúsculo recinto y apenas levanta la tapa del inodoro, le asusta comprobar que por tercera vez en la semana el agua refleja un rostro que quizás no haría enternecer la sonrisa de sus padres.
Quita la tapa del jugo (duraznos, para variar) y vacía en ella el oscuro letal polvo que supone le salvará (creyente al fin) de cualquier herida de este lado del mundo.
Más atrás, un par de pastillas le previenen aquello que algún remordimiento le anuncia.

IV
¿Qué puedes olvidar entonces de sus olores, de los susurros de entrepierna, de la falda nunca vista que quizás al suspiro de la penosa imaginación se agitaba macilenta? ¿Cómo podría olvidar una mano haber bebido un instante de su mano, haber besado segundos en los dedos que fluyen lejos y se van sin conocer el amor, sin esperarlo?

V
Demasiado para una mañana de abril, mucho más para el espíritu y sin embargo ahí estaba: Perfecta de azul y azul casi en la mirada perdida y nada hubiera sido turbador, nada fuera de sitio o deslucido por los días y las malas palabras que siempre agobian las despedidas.
Pero su cadáver lánguido y hermoso parecía flotar como un lirio en el diminuto charco del baño escasas horas después que un antiguo poema le regalase un extraño sentido a todo. Y nada es lo mismo, cuando tanta mirada la ha visto indolente y tú te dispones a hacer apuntes en torno al brillo del agua en los bordes de su aún erizada y turgente piel de semivirgen ahogada.

ANDREA 
Cruza las líneas, abre la pierna al paso que no se dice.
— Usted me dirá, amigo mío, si la parte del Diablo ha sido echada.
Como Andrea, todos esperamos un intenso perfume, ninguno, la aspereza de esta ciudad. Pero al final del día, la tenue brisa del amor nos alcanza y nos arrulla inermes texto tras texto, palabra tras palabra.



[1] Diario de Elisa Martínez, Lunes, 15 de abril de 2006.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (2011) de Eduardo Mariño. Editado en Caracas por Monte Ávila Editores Latinoamericana

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